Primera Plegaria
Podía
llevar los brazos hacia arriba,
extenderlos
como si los codos se le salieran para afuera,
hasta que
se dislocaran,
de cariño,
de calor, de dulzura.
Podía
llevarlos hacia adentro, también,
para que
terminaran de unir sus extremos;
hacia
adentro para que se sintieran las pieles
entre sí,
de uno a uno, el uno con el otro.
Podía
también apoyarlos, cerca muy cerca,
cerca el
uno del otro,
apoyarlos
sobre sus puntas afiladas,
sobre la
mesa, sobre la cama, sobra alguna
superficie
bien intencionada.
Podía
elevarlos, volver a elevarlos,
y estirar
los dedos, como si fuera la primera vez
que el
aire pasaba entre el índice
y el
pulgar, haciendo grietas entre el tumulto de las pequeñas extremidades.
Podía
mirar hacia arriba
con los
ojos cerrados, casi plegados.
Los
párpados anulados.
Podía
sentir si caían las gotas
o si sólo
era viento con vapor.
Los pies
podía arrastrarlos,
o usarlos
para escalar, hacia arriba,
siempre
hacia arriba.
Podía
raspárselos, tullírselos,
de a poco,
o en una sola vez,
en un solo
dolor. Uno solo.
En el
medio, en lo que quedaba en el medio,
entre los
dedos de las manos
y los de
los pies,
no se
sentía ya nada.
Un agujero
en el ombligo,
más
profundo que antes,
mejor cavado,
más hacia adentro.
Otro
agujerito bajo el pubis,
rodeado de
agua.
Otro
atrás, más seco.
Más
arriba, por donde hablaba,
había
otro, también mojado,
pero de
otra agua. Arriba dos para inhalar.
Y a los
lados, dos más,
uno de
cada flanco,
enrulados,
enroscados.
Y encima
de todos, sobre todos, como si fueran más,
otros dos,
bloqueados con tapones de colores, redondos,
ambos del
mismo tono, decorados, lujosos. No eran nada.
Sólo el
ombligo. Sólo de ahí iba a poder decir algo,
o entrar,
o salir. Sólo de ahí. La boca verdadera.
Y los
brazos hacia arriba,
y los pies
aplastados contra cualquier piso,
y los
codos redoblados, para adentro,
para
afuera, para adentro. Para que se entendieran
mejor que
antes, mucho mejor que antes.
Para que
pudieran decirse el uno al otro,
un codo al
otro codo, como susurrando,
que todo
estaría bien,
que
después de que pasara la noche
todo
volvería a estar lleno.
Que todos
los agujeros volverían
a
encontrar sus propósitos y
que
dejarían ellos de ser el centro
del
universo.
Los redoblaba
para que se dijeran eso,
los codos,
entre sí, todo eso.
Abrazados
el uno al otro.
Allegados
hasta el techo,
hacia
cualquier techo.
Para que
se hablaran
como si se
conocieran desde antes,
cuando
eran uno solo,
un solo
codo con dos pinches afilados metidos adentro.
Para que
se pidieran disculpas
por haber
entrado de repente
a hacerle
al otro de mellizo de piel arrugada.
Podía
alzarlos, uno al lado del otro,
paralelos,
invertebrados, esperando algo más,
algo que
cayera, algo que nadara
en el aire
grueso, en el aire puro,
limpio,
puro, limpio,
del día,
del sol, de arriba.
Que cayera
pesado, pero previsible,
para
alcanzarlo con las manos
estiradas
por los codos
estirados
por los brazos
estirados
por los hombros
estirados,
por los codos estirados.
Llevarlos
para que olieran,
para que
arriba se quedaran solos
llenos de
colores de la luz de arriba.
Podía
elongarlos, uno, uno solo, el otro,
el uno con
el otro,
hasta que
estuvieran juntos.
Primer Éxtasis Mineral
De una
lava congregada
en
partículas de polvo
salidas
del centro
pero
venidas, a la vez,
de afuera,
de lo
alto,
de la
parte más blanda
de la
atmósfera.
Llamas
hechas lenguas
de grados
incontables,
con
fulgores
que no
respiran.
Magma
entorpecido
por el
craquelado de la tierra,
que cubre
con marrón,
o con
negro,
el dorado,
el amarillo, el rojo,
nuestro.
Derramadas,
plasmáticas,
como un
fuego líquido de calor.
Avanzamos
sobre el resto
dejando
quemado
y turbio y
un poco gris.
Nos
metemos adentro
de las
cosas porque no viven.
Y soplamos
la temperatura, en todos sus
ardores,
para que se abracen
las cosas
entre sí,
en medio
de los polvos
de carbón
estelar.
Maceramos
los compuestos
y los
abrimos y desorganizamos
para que
entren entre sí.
Escupimos
lo demás, con gotas acumuladas
de roca
hecha líquido.
Las
piedras de adentro, derretidas,
se
unifican afuera,
en
contacto con algo
que no es
sólido,
en
contacto con algo
que las
deja pasar.
Adentro
nuestro, en el fondo,
hay
piedras endurecidas, novedades
raras
sobre el mundo.
Afuera
queda el amarillo
de todos
los grados centígrados.
Primer Éxtasis Fluvial
Acá es
todo.
cuando
nosotras, juntas,
es todo.
Oxígeno
uno con hidrógeno dos.
Así es
todo.
Cuando
enlazamos,
cuando
enlazamos covalente,
es todo.
Todo ahí.
Y entonces
flotamos,
unidas por
puentes
de
hidrógeno
que se desarman
y se reemplazan
muy
rápido.
Así
fluimos, entre todas,
juntas.
Con un
celeste o un azul o un verde,
o un
incluso con un ocre
porque hay
muchas partículas
ajenas que
se nos meten
y nos
flotan
en la
tensión superficial.
Por acción
capilar
nos vamos
a lo alto
y
encontramos algunas cosas
sin
nombrar.
Justo ahí
las acumulamos,
las
vaporizamos,
las
congelamos
o las
disolvemos
entre
nosotras,
para que
se sientan
más a
gusto esas cosas nuevas.
Cuando
ardemos las alteramos,
las
atamos, las amarramos,
revueltas,
encontradas, ácidas
o neutras.
Las
hacemos moverse y que empiecen
sus tareas
de una vez
por todas.
Y logramos
que sientan los enlaces
que las
conglomeran, que las pegotean,
cuando se
mueven de acá para allá.
Se mueven
con nuestras corrientes
y las llevamos,
lento, muy lento,
a que
conozcan
otras
tierras.
Segunda Plegaria
Podía
entrarse por ahí,
por el
agujero del medio
para ver
qué había adentro,
para ver
hasta dónde se podía doblar.
Podía
entrar para verse en serio
por
primera vez
y para
intuir qué de todo eso
iba a
quedar
al final.
Juntar los
brazos
y tenerlos
quietos mucho tiempo,
hasta que
estuvieran preparados
para el
chapuzón
para la
zambullida,
adentro,
por el ombligo.
Irse para
adentro
y
encontrar algún resto de otra cosa,
de un
helecho,
de un reptil,
o de
alguna bacteria.
Para ver
si alguna vez
había sido
eso,
u otra
cosa.
Para poder
ver si en algún momento
había sido
cualquier otra cosa.
A
verificar si había pelos duros
o pezuñas
o cáscaras
de algo ahí adentro.
Para ver
si alguien había dejado pasto
o alguna
hierba
que no
fuera medicinal.
Entrar
para ver si no escuchaba
otro
nombre recorriéndolo por adentro,
como en
ecos de los órganos
y de las
venas.
Estirar
los brazos,
estirar
hasta las uñas,
y empezar
a abrirlo despacito
al
ombligo.
Meter las dos
manos primero
y tantear
el terreno.
A ver si
se podía acceder bien
o si iba a
tener que hacer más fuerza
de la que
podía llegar a aguantar.
Estirarlo
si era necesario
para que
se hiciera lugar
para él.
Llevaría
la piel desnuda;
tendría
que desvestirse antes de entrar
para ver
si había algo
que no
reconociera
del todo
bien.
Para estar
seguro de que antes,
en algún
momento,
había
podido caminar tranquilo,
aspirando
el vapor
como si
fuera aire de verdad
y como si
fuera
el único
compuesto
alrededor.
Para comprobar
que no siempre había sido
así, con
dos brazos y dos piernas,
todo
erguido,
como si
tuviera algo importante
que decir.
Para estar
al tanto de lo que había quedado
de la
primera vez
de las
cosas.
Para estar
seguro de que nunca había tenido
ni dos piernas
ni dos brazos
ni ningún
otro
tipo de
extremidad.
O de que
las había tenido por montones,
muchas,
acumuladas una sobre la otra,
como
arañas en una pelea.
Para ver
cómo tenía que hacer
si quería
guardar esos restos
en una
cajita o en la mesita de luz.
Para
agarrarlos, con pinzas o con las uñas
o con la
mano bien abierta,
y traerlos
de nuevo,
y después
tragárselos todos juntos,
de un
trago,
de un solo
dolor,
para que
volvieran adentro
y él
pudiera estar seguro
de qué
había de todo lo que había quedado,
y de que
los remanentes eran de muchos los colores.
Tragárselos
todos
para que
volvieran a mezclarse con la sangre
de adentro
suyo.
Y para que
se fusionaran con el resto
de una vez
por todas.
Primer Éxtasis Molecular
En un
caldo caliente
lleno de
burbujas espesas,
nos
juntamos las unas con las otras,
para ser
más grandes
y formar
cosas
más
difíciles.
No hay
ni un poco
de oxígeno
en el aire
así que
nos arreglamos
con algo
de hidrógeno
y
porciones de carbono,
de
nitrógeno y de un oxígeno
propio, de
adentro.
Con eso
nos basta
para vivir
por un rato
y llegar a
ser más difíciles.
Los rayos,
la radiación ultravioleta
o las
cenizas calientes
nos
excitan mucho los compuestos.
Así que
nos unimos,
nos
tocamos,
nos
acariciamos
todas las
ramificaciones
hasta que,
de repente,
surge otra
cosa, más difícil.
Somos cada
vez más,
y por eso
estamos
cada vez
más apretadas,
en los
lagos, en las lagunas
o en
cualquier lugar donde el agua
se acumula
o se traga
ella misma
todas sus
partículas.
Entonces,
apretadas, nos tocamos más.
A veces
muy fuerte,
muy muy
fuerte.
Algunas
incluso lloran y desaparecen.
Pero
otras, las que más nos frotamos,
vamos
creciendo
y
haciéndonos más difíciles.
Y pasamos
a reaccionar.
Y
reaccionamos para formar
otras
formas.
Más
grandes,
más
orgánicas.
Primer Éxtasis Celular
Mejor
organizadas.
Ya más
organizadas.
Sabemos
duplicarnos y vernos a nosotras mismas
en las
nuevas que salen
de
nosotras.
Algo
adentro
nos dice
cómo somos
y cómo van
a ser las nuevas,
las que
salgan
de acá
adentro.
Somos con
química,
proteicas,
enzimáticas.
Con
movimientos nos hacemos
un poco
más autónomas
que el
resto.
Adentro
vivimos con lo propio,
como si
fuéramos una casa
rodeada de
una cerca
plasmática,
de una membrana
que es
sólo de nosotras.
Así nos
protegemos y
podemos
ser lo que queramos.
Podemos
ser distintas
de todo lo
que nos rodea,
distintas
del entorno
de calor y
de aire turbio
y de vapor
cargado, denso.
Nos
quieren porque somos
las
primeras en vivir.
Pero sin
picos, sin lujos,
sin nada
tan
rimbombante.
Sólo una
pequeña esfera,
casi
perfecta,
que se va
deformando cuando se mueve,
y que deja
entrar, quizás,
demasiadas
cosas dentro suyo.
Procariotas
como pocas y
también
algunas eucariotas,
nos
peleamos para ver
quién
reproduce todo lo que viene.
Al final,
de todos modos,
siempre
terminamos expulsando
un
material genético
derretido,
abultado.
Y después
nos abandonamos.
Tercera Plegaria
Podía
salir y volver a entrar
por el
mismo agujero arrugado
que estaba
en la mitad
de su
estómago.
Podía
salir,
respirar
el aire fresco,
llevando
entre las manos
las
cáscaras recién recuperadas.
Cáscaras
blancas, quebradas,
que algo
seguro adentro
habían
dejado.
Podía
repetir la operación
hasta
encontrar otras cosas,
distintas
y demasiadas.
Pero con
las cáscaras rotas
era
suficiente,
más que
suficiente,
en verdad.
Podía
entonces examinarlas
en el
microscopio
para ver
de qué estaban hechas
esas
cáscaras blancas,
partidas
desde adentro.
Para ver
que el corte
que las
había desgarrado
había sido
practicado desde el interior.
Para ver
que había una membrana
adherida a
la parte interna, curvada.
Para ver
la gelatina de la película
separadora,
y notar
sus
sustancias, sus adherencias, sus
partículas
pegajosas.
Podía oler
las cáscaras rotas
y ver que
no olían a nada
en el
primer acercamiento
pero que,
después,
más tarde,
insistiendo,
llegaba
una chispa oxidada,
como si
algo de metal hubiera entrado,
adentro,
en contacto con algo de agua.
Podía oler
el óxido
sin ver el
color anaranjado,
sin
embargo.
Podía
tocar la crocancia
de los
restos cascaruros
y ver que
se podían seguir partiendo
hasta que
quedaran
parecidos
a un polvo
suelto
pero denso.
Podía
acercarles el oído
a las
cáscaras craqueladas,
para
escuchar los gemidos,
los
quejidos, los dolores, las risas
y las
canciones que sonaban
cuando el
huevo estaba entero.
Escuchar
así los pequeños cracs
y sentir
que volvían a ocurrir
hasta el
punto en que,
uno
seguido del otro,
formaban
una cadena sísmica
en
miniatura.
Podía
también partir una porción
y
comenzar, de a poco,
a
chuparla, a degustarla,
a
masticarla. Hasta que otros cracs
de las
cáscaras con sus dientes
salieran
de su boca.
Podía
también meterlas todas,
todos los
pedazos,
todas las
porciones,
todas
adentro, apoyadas en la lengua,
como
tranquilizantes a punto de ser
engullidos,
de un solo golpe,
de un solo
dolor.
Podía
entonces ponerlos sobre
la
superficie húmeda,
porosa y
permeable,
para que
las cáscaras se fueran acomodando.
Para que
fueran mezclándose
con los
jugos que salían,
como
turbios,
de
adentro.
Podía
cerrar la boca,
y empezar
a empujar para el interior,
para que
los restos blancos
se fueran
acercando
al embudo
de la garganta.
Hasta que,
en un momento,
podía
llegar a cerrar los ojos
y a
empezar el trabajo
de tragar
las cáscaras
para que
volvieran adentro
y se
pudiera volver a empezar.
Primer Éxtasis Vegetal
Colores a
gris mover con filamentos.
Adentro
nosotros recorre en líquido
de
espesura bajo bosque, antes.
Rigor no
tanto,
pétalos
pigmentos posibles.
A cinco
tierra de golpe los pies.
Espigas a
puntas
hasta
estar a luz.
Clorofila
cuatro a un mejor.
Arriba a
verde somos nosotras.
Antes a
verde con a nosotras.
Hojas
cinco van a veloz
cuando
antes a cuatro de a colores.
Pistilos a
mi suelo
nosotras
también.
Agua
anterior de a más
antes más.
Casi lo
seco a sin gotas.
Ahora a
sin gotas.
Entonces
colores a gris,
secos.
Adentro
líquido como a nosotras.
Hojas seis
a antes mejor.
Entonces
arriba.
Estirarse
cinco nosotras arriba.
Hojas a
más.
A luz
arriba
a agua
abajo.
Nosotras
hojas siete
buscar a
para más gotas.
Tener
hacia más gotas.
Sangre a
verde licuar.
Escamas
ante pasto de antes.
Texturas
de a más arriba.
Estirar
hojas nosotras ocho.
Calor de a
más temperatura.
A cuando
no estamos alerta.
Aún si a
entonces no llueve.
Hablamos
mejor. Nosotras de a casi nueve.
Llegamos
después. Antes mientras contar.
Las
especies que bajo de a nosotras,
lo verde
para ante más verde.
Por subir
a estirarse la luz.
Arriba con
debajo de nosotras.
De
nosotras diez.
Más alto
mientras más bajo.
Primer Éxtasis Animal
O quizás
ya les dijimos.
Sí, parece
que sí,
que sí les
dijimos
que éramos
nosotros
los que
los veníamos a ayudar
cuando se
hacía de noche
y ellos ya
no podían ni estarse
ni dejarse
de estar.
Sí, seguro
que les dijimos,
esa tarde
que estuvimos todos juntos,
entre las
plantas,
en el
suelo de la tierra.
Fue ese día
que les
dijimos,
y fue casi
sin pensar.
Les
dijimos que se quedaran tranquilos.
Que casi
nada iba a estar mal.
Que
mientras estuviéramos ahí
nada se
iba a trastocar.
Les
dijimos en las caras
que
salieran, que nosotros nos quedábamos
y que
íbamos a cuidar todo muy bien.
Y que
estuvieran calmados,
que no
había nada que tuvieran que hacer.
Que los
cuidábamos nosotros,
desde
adentro del bosque, desde atrás,
desde
adentro de todo lo que parecía moverse.
Les
dijimos que durmieran la siesta
sin pensar
demasiado en todo lo demás.
Que acá
estábamos nosotros
si
llegaban a querer respirar.
Que les
prestábamos las trompas,
los
hocicos y los picos.
También
las plumas y los huevos
y a todos
nuestros ornitorrincos.
Que se
acostaran temprano, antes que el sol,
y que al otro
día desayunaran
algo que
viniera
del centro
de ese calor.
Que se
tocaran entre ellos la piel
con las
manos abiertas,
empalmadas
como para atar.
Que se
acariciaran las espaldas
antes de
salir y de no estar más acá.
Que se
cerraran los ojos,
y que
nosotros nos quedábamos en el fondo, más atrás.
Cuarta Plegaria
Insistir
en la acción.
Sacados,
tragados y vueltos
los
restos, las cáscaras
quebradas.
Ya
estaban adentro,
una
vez más,
como
si nunca hubieran
salido
a respirar
el
aire de afuera.
Podía
entonces elegir otro agujero,
o
volver a escoger el mismo,
el
del ombligo,
que
siempre le había parecido el más
conveniente,
el
más cómodo.
Podía
estirar ahora
las
piernas
y
entrar de culata
por
ahí, por las pieles,
para
ver así las cosas
de
atrás para adelante,
como
en un revés
que
se mueve.
Podía
cada vez más
sacarse
los zapatos,
después
las medias,
para
estirar todos los dedos de los pies.
Ya
desvestido elongarlas,
a
las rodillas.
Podía
mantenerlas rectas,
podía
estirarlas y doblarlas
de
un empujón, con un solo dolor,
para
aprovechar el impulso
y
que, así, las piernas se flexionaran.
Podía
estarse como arrodillado,
pero
con las rodillas casi
en
contacto con el pecho,
con
las tetillas,
con
la piel no tan tocada
del
pecho de siempre.
Con
la flexión,
podía
acercar las rodillas al agujero
y
estirar.
Primero
con una.
Hacer
entrar una rodilla en el ombligo.
Estirando.
Después
la otra.
Con
un solo alarido.
Y
al final las dos.
Podía
gritar. Ahí sí
podía
gritar
para
que lo escucharan
antes
de que empezara
a
pronunciar
cualquier
tipo de exclamación.
Para
que supieran que estaba en peligro
y
vinieran a rescatarlo.
Podía
si no estarse sin decir nada,
la
lengua plegada, seca de cascarones,
la
garganta encausada
para
adentro,
para
que no saliera nada.
Podía
gritar pero tenía que seguir.
Las
dos,
las
dos rodillas, juntas,
adentro
del agujero de pliegues,
adentro
del único que importaba.
Las
rodillas, seguidas por los muslos,
seguidos
por los gemelos
seguidos
por los tobillos
seguidos
por los dedos
de
los pies.
Llegar
adentro con las uñas
recién
cortadas
para
no volver a romper
las
cáscaras y
para
poder agarrar las plumas
florecidas.
Podía
separar el dedo más gordo
del
pie derecho.
Podía
separarlo para que entrara,
encastrado,
el plumaje alborotado,
multicromático,
casi olvidado
cerca
de las cáscaras.
Podía
agarrarlo entre los dedos
y
agitarlo.
Podía
movilizar las plumas
para
refrescarse,
para
darse aire nuevo,
o
renovado.
Para
alivianarse la ruta
de
salida
de
la puerta del medio.
Primer Éxtasis Vital
A blanco.
Rodillas
blancas y todo a blanco.
A negro. A
brillos.
La cara
dada vuelta,
para
atrás.
Y
adelante,
como en
pantalla,
refulgen
quedando
los
colores pálidos en tono neutral.
Todo
callado, también.
Ni un
sonido y ni un poco más.
Adentro
retumba un zumbido
quieto,
constante, parcial.
Como una
llanura,
como una
elevación suave
con flores
pequeñas,
muchas
pero pequeñas.
Todo se va
callando.
Las
rodillas aireadas,
una al
lado de la otra,
apoyadas
abiertas
sobre la
superficie de guata.
La boca se
abre
se entorna
una vez abierta.
Entra todo
por ahí.
La piel se
fusiona
en ósmosis
con el resto.
Entra todo
por ahí.
Aunque
adentro no queda ni una cosa,
ni nada
que aspirar.
Frotado
sin frotar.
Restos de
colores.
Una última
vez
y una vez
más.
Rodillas
en paralelo
y el torso
declinado.
Es desde
atrás.
Adentro de
los ojos no hay nada.
Nada que
mirar.
Los
brillos se congelan,
más
adentro y más acá.
Cuando
seas grande lo vas a saber mejor.
No tengo
nada que decirte.
Esto es
todo blanco.
Esto es un
colchón.
Primer Éxtasis Funeral
Para
adentro.
Afuera
no hay nada.
Unos
que se mueven
y
andan despacio
como
si estuvieran a punto
de
detenerse a escuchar
algo
que se susurra.
Un
sonido que se va haciendo más bajo,
de
a poco, lentamente,
que
va bajando el volumen
gradualmente,
hasta que queda transformado
en
un murmullo, con palabras
casi
inentendibles.
El
sonido se baja y se acerca a eso,
a
un rumor estático
y
continuo, pronunciado
desde
adentro, sin llegar a salir
para
afuera.
La
pantalla se va poniendo turbia,
confusa,
y a las imágenes se les desdibujan
los
contornos y los núcleos de colores.
Se
trastocan hasta quedar
en
escala de grises,
pero
con brillos, con fulgores,
con
un nacarado.
Los
dedos se quedan quietos,
inmóviles
como las uñas,
y
de los poros, sellados,
termina
de salir el resto
de
lo interior.
El
gusto de lo que llega
de
adentro es nulo
y
no se parece a ningún
sabor.
Matices
del aire se diluyen
en
otros fluidos
y
los aromas quedan
sin
identificar,
como
objetos nuestros metidos
en
una caja revuelta de trastos
de
otras personas más.
Se
difuminan los olores
de
más afuera
y
algo se emite desde otro foco.
Flores
o un poco de pasto.
Algo
verde para poder entrar.