martes, 22 de mayo de 2012

El mundo nuevo



Primera Plegaria
Podía llevar los brazos hacia arriba,
extenderlos como si los codos se le salieran para afuera,
hasta que se dislocaran,
de cariño, de calor, de dulzura.
Podía llevarlos hacia adentro, también,
para que terminaran de unir sus extremos;
hacia adentro para que se sintieran las pieles
entre sí, de uno a uno, el uno con el otro.
Podía también apoyarlos, cerca muy cerca,
cerca el uno del otro,
apoyarlos sobre sus puntas afiladas,
sobre la mesa, sobre la cama, sobra alguna
superficie bien intencionada.
Podía elevarlos, volver a elevarlos,
y estirar los dedos, como si fuera la primera vez
que el aire pasaba entre el índice
y el pulgar, haciendo grietas entre el tumulto de las pequeñas extremidades.
Podía mirar hacia arriba
con los ojos cerrados, casi plegados.
Los párpados anulados.
Podía sentir si caían las gotas
o si sólo era viento con vapor.
Los pies podía arrastrarlos,
o usarlos para escalar, hacia arriba,
siempre hacia arriba.
Podía raspárselos, tullírselos,
de a poco, o en una sola vez,
en un solo dolor. Uno solo.
En el medio, en lo que quedaba en el medio,
entre los dedos de las manos
y los de los pies,
no se sentía ya nada.
Un agujero en el ombligo,
más profundo que antes,
mejor cavado, más hacia adentro.
Otro agujerito bajo el pubis,
rodeado de agua.
Otro atrás, más seco.
Más arriba, por donde hablaba,
había otro, también mojado,
pero de otra agua. Arriba dos para inhalar.
Y a los lados, dos más,
uno de cada flanco,
enrulados, enroscados.
Y encima de todos, sobre todos, como si fueran más,
otros dos, bloqueados con tapones de colores, redondos,
ambos del mismo tono, decorados, lujosos. No eran nada.
Sólo el ombligo. Sólo de ahí iba a poder decir algo,
o entrar, o salir. Sólo de ahí. La boca verdadera.
Y los brazos hacia arriba,
y los pies aplastados contra cualquier piso,
y los codos redoblados, para adentro,
para afuera, para adentro. Para que se entendieran
mejor que antes, mucho mejor que antes.
Para que pudieran decirse el uno al otro,
un codo al otro codo, como susurrando,
que todo estaría bien,
que después de que pasara la noche
todo volvería a estar lleno.
Que todos los agujeros volverían
a encontrar sus propósitos y
que dejarían ellos de ser el centro
del universo.
Los redoblaba para que se dijeran eso,
los codos, entre sí, todo eso.
Abrazados el uno al otro.
Allegados hasta el techo,
hacia cualquier techo.
Para que se hablaran
como si se conocieran desde antes,
cuando eran uno solo,
un solo codo con dos pinches afilados metidos adentro.
Para que se pidieran disculpas
por haber entrado de repente
a hacerle al otro de mellizo de piel arrugada.
Podía alzarlos, uno al lado del otro,
paralelos, invertebrados, esperando algo más,
algo que cayera, algo que nadara
en el aire grueso, en el aire puro,
limpio, puro, limpio,
del día, del sol, de arriba.
Que cayera pesado, pero previsible,
para alcanzarlo con las manos
estiradas por los codos
estirados por los brazos
estirados por los hombros
estirados, por los codos estirados.
Llevarlos para que olieran,
para que arriba se quedaran solos
llenos de colores de la luz de arriba.
Podía elongarlos, uno, uno solo, el otro,
el uno con el otro,
hasta que estuvieran juntos.

Primer Éxtasis Mineral
De una lava congregada
en partículas de polvo
salidas del centro
pero venidas, a la vez,
de afuera,
de lo alto,
de la parte más blanda
de la atmósfera.
Llamas hechas lenguas
de grados incontables,
con fulgores
que no respiran.
Magma entorpecido
por el craquelado de la tierra,
que cubre con marrón,
o con negro,
el dorado, el amarillo, el rojo,
nuestro.
Derramadas, plasmáticas,
como un fuego líquido de calor.
Avanzamos sobre el resto
dejando quemado
y turbio y un poco gris.
Nos metemos adentro
de las cosas porque no viven.
Y soplamos la temperatura, en todos sus
ardores, para que se abracen
las cosas entre sí,
en medio de los polvos
de carbón estelar.
Maceramos los compuestos
y los abrimos y desorganizamos
para que entren entre sí.
Escupimos lo demás, con gotas acumuladas
de roca hecha líquido.
Las piedras de adentro, derretidas,
se unifican afuera,
en contacto con algo
que no es sólido,
en contacto con algo
que las deja pasar.
Adentro nuestro, en el fondo,
hay piedras endurecidas, novedades
raras sobre el mundo.
Afuera queda el amarillo
de todos los grados centígrados.

Primer Éxtasis Fluvial
Acá es todo.
cuando nosotras, juntas,
es todo.
Oxígeno uno con hidrógeno dos.
Así es todo.
Cuando enlazamos,
cuando enlazamos covalente,
es todo. Todo ahí.
Y entonces flotamos,
unidas por puentes
de hidrógeno
que se desarman y se reemplazan
muy rápido.
Así fluimos, entre todas,
juntas.
Con un celeste o un azul o un verde,
o un incluso con un ocre
porque hay muchas partículas
ajenas que se nos meten
y nos flotan
en la tensión superficial.
Por acción capilar
nos vamos a lo alto
y encontramos algunas cosas
sin nombrar.
Justo ahí las acumulamos,
las vaporizamos,
las congelamos
o las disolvemos
entre nosotras,
para que se sientan
más a gusto esas cosas nuevas.
Cuando ardemos las alteramos,
las atamos, las amarramos,
revueltas, encontradas, ácidas
o neutras.
Las hacemos moverse y que empiecen
sus tareas
de una vez por todas.
Y logramos que sientan los enlaces
que las conglomeran, que las pegotean,
cuando se mueven de acá para allá.
Se mueven con nuestras corrientes
y las llevamos, lento, muy lento,
a que conozcan
otras tierras.

Segunda Plegaria
Podía entrarse por ahí,
por el agujero del medio
para ver qué había adentro,
para ver hasta dónde se podía doblar.
Podía entrar para verse en serio
por primera vez
y para intuir qué de todo eso
iba a quedar
al final.
Juntar los brazos
y tenerlos quietos mucho tiempo,
hasta que estuvieran preparados
para el chapuzón
para la zambullida,
adentro, por el ombligo.
Irse para adentro
y encontrar algún resto de otra cosa,
de un helecho,
de un reptil,
o de alguna bacteria.
Para ver si alguna vez
había sido eso,
u otra cosa.
Para poder ver si en algún momento
había sido cualquier otra cosa.
A verificar si había pelos duros
o pezuñas
o cáscaras de algo ahí adentro.
Para ver si alguien había dejado pasto
o alguna hierba
que no fuera medicinal.
Entrar para ver si no escuchaba
otro nombre recorriéndolo por adentro,
como en ecos de los órganos
y de las venas.
Estirar los brazos,
estirar hasta las uñas,
y empezar a abrirlo despacito
al ombligo.
Meter las dos manos primero
y tantear el terreno.
A ver si se podía acceder bien
o si iba a tener que hacer más fuerza
de la que podía llegar a aguantar.
Estirarlo si era necesario
para que se hiciera lugar
para él.
Llevaría la piel desnuda;
tendría que desvestirse antes de entrar
para ver si había algo
que no reconociera
del todo bien.
Para estar seguro de que antes,
en algún momento,
había podido caminar tranquilo,
aspirando el vapor
como si fuera aire de verdad
y como si fuera
el único compuesto
alrededor.
Para comprobar que no siempre había sido
así, con dos brazos y dos piernas,
todo erguido,
como si tuviera algo importante
que decir.
Para estar al tanto de lo que había quedado
de la primera vez
de las cosas.
Para estar seguro de que nunca había tenido
ni dos piernas ni dos brazos
ni ningún otro
tipo de extremidad.
O de que las había tenido por montones,
muchas, acumuladas una sobre la otra,
como arañas en una pelea.
Para ver cómo tenía que hacer
si quería guardar esos restos
en una cajita o en la mesita de luz.
Para agarrarlos, con pinzas o con las uñas
o con la mano bien abierta,
y traerlos de nuevo,
y después tragárselos todos juntos,
de un trago,
de un solo dolor,
para que volvieran adentro
y él pudiera estar seguro
de qué había de todo lo que había quedado,
y de que los remanentes eran de muchos los colores.
Tragárselos todos
para que volvieran a mezclarse con la sangre
de adentro suyo.
Y para que se fusionaran con el resto
de una vez por todas.

Primer Éxtasis Molecular
En un caldo caliente
lleno de burbujas espesas,
nos juntamos las unas con las otras,
para ser más grandes
y formar cosas
más difíciles.
No hay
ni un poco de oxígeno
en el aire
así que nos arreglamos
con algo de hidrógeno
y porciones de carbono,
de nitrógeno y de un oxígeno
propio, de adentro.
Con eso nos basta
para vivir por un rato
y llegar a ser más difíciles.
Los rayos, la radiación ultravioleta
o las cenizas calientes
nos excitan mucho los compuestos.
Así que nos unimos,
nos tocamos,
nos acariciamos
todas las ramificaciones
hasta que, de repente,
surge otra cosa, más difícil.
Somos cada vez más,
y por eso estamos
cada vez más apretadas,
en los lagos, en las lagunas
o en cualquier lugar donde el agua
se acumula o se traga
ella misma
todas sus partículas.
Entonces, apretadas, nos tocamos más.
A veces muy fuerte,
muy muy fuerte.
Algunas incluso lloran y desaparecen.
Pero otras, las que más nos frotamos,
vamos creciendo
y haciéndonos más difíciles.
Y pasamos a reaccionar.
Y reaccionamos para formar
otras formas.
Más grandes,
más orgánicas.

Primer Éxtasis Celular
Mejor organizadas.
Ya más organizadas.
Sabemos duplicarnos y vernos a nosotras mismas
en las nuevas que salen
de nosotras.
Algo adentro
nos dice cómo somos
y cómo van a ser las nuevas,
las que salgan
de acá adentro.
Somos con química,
proteicas, enzimáticas.
Con movimientos nos hacemos
un poco más autónomas
que el resto.
Adentro vivimos con lo propio,
como si fuéramos una casa
rodeada de una cerca
plasmática, de una membrana
que es sólo de nosotras.
Así nos protegemos y
podemos ser lo que queramos.
Podemos ser distintas
de todo lo que nos rodea,
distintas del entorno
de calor y de aire turbio
y de vapor cargado, denso.
Nos quieren porque somos
las primeras en vivir.
Pero sin picos, sin lujos,
sin nada tan
rimbombante.
Sólo una pequeña esfera,
casi perfecta,
que se va deformando cuando se mueve,
y que deja entrar, quizás,
demasiadas cosas dentro suyo.
Procariotas como pocas y
también algunas eucariotas,
nos peleamos para ver
quién reproduce todo lo que viene.
Al final, de todos modos,
siempre terminamos expulsando
un material genético
derretido, abultado.
Y después nos abandonamos.

Tercera Plegaria
Podía salir y volver a entrar
por el mismo agujero arrugado
que estaba en la mitad
de su estómago.
Podía salir,
respirar el aire fresco,
llevando entre las manos
las cáscaras recién recuperadas.
Cáscaras blancas, quebradas,
que algo seguro adentro
habían dejado.
Podía repetir la operación
hasta encontrar otras cosas,
distintas y demasiadas.
Pero con las cáscaras rotas
era suficiente,
más que suficiente,
en verdad.
Podía entonces examinarlas
en el microscopio
para ver de qué estaban hechas
esas cáscaras blancas,
partidas desde adentro.
Para ver que el corte
que las había desgarrado
había sido practicado desde el interior.
Para ver que había una membrana
adherida a la parte interna, curvada.
Para ver la gelatina de la película
separadora, y notar
sus sustancias, sus adherencias, sus
partículas pegajosas.
Podía oler las cáscaras rotas
y ver que no olían a nada
en el primer acercamiento
pero que, después,
más tarde, insistiendo,
llegaba una chispa oxidada,
como si algo de metal hubiera entrado,
adentro, en contacto con algo de agua.
Podía oler el óxido
sin ver el color anaranjado,
sin embargo.
Podía tocar la crocancia
de los restos cascaruros
y ver que se podían seguir partiendo
hasta que quedaran
parecidos a un polvo
suelto pero denso.
Podía acercarles el oído
a las cáscaras craqueladas,
para escuchar los gemidos,
los quejidos, los dolores, las risas
y las canciones que sonaban
cuando el huevo estaba entero.
Escuchar así los pequeños cracs
y sentir que volvían a ocurrir
hasta el punto en que,
uno seguido del otro,
formaban una cadena sísmica
en miniatura.
Podía también partir una porción
y comenzar, de a poco,
a chuparla, a degustarla,
a masticarla. Hasta que otros cracs
de las cáscaras con sus dientes
salieran de su boca.
Podía también meterlas todas,
todos los pedazos,
todas las porciones,
todas adentro, apoyadas en la lengua,
como tranquilizantes a punto de ser
engullidos, de un solo golpe,
de un solo dolor.
Podía entonces ponerlos sobre
la superficie húmeda,
porosa y permeable,
para que las cáscaras se fueran acomodando.
Para que fueran mezclándose
con los jugos que salían,
como turbios,
de adentro.
Podía cerrar la boca,
y empezar a empujar para el interior,
para que los restos blancos
se fueran acercando
al embudo de la garganta.
Hasta que, en un momento,
podía llegar a cerrar los ojos
y a empezar el trabajo
de tragar las cáscaras
para que volvieran adentro
y se pudiera volver a empezar.

Primer Éxtasis Vegetal
Colores a gris mover con filamentos.
Adentro nosotros recorre en líquido
de espesura bajo bosque, antes.
Rigor no tanto,
pétalos pigmentos posibles.
A cinco tierra de golpe los pies.
Espigas a puntas
hasta estar a luz.
Clorofila cuatro a un mejor.
Arriba a verde somos nosotras.
Antes a verde con a nosotras.
Hojas cinco van a veloz
cuando antes a cuatro de a colores.
Pistilos a mi suelo
nosotras también.
Agua anterior de a más
antes más.
Casi lo seco a sin gotas.
Ahora a sin gotas.
Entonces colores a gris,
secos.
Adentro líquido como a nosotras.
Hojas seis a antes mejor.
Entonces arriba.
Estirarse cinco nosotras arriba.
Hojas a más.
A luz arriba
a agua abajo.
Nosotras hojas siete
buscar a para más gotas.
Tener hacia más gotas.
Sangre a verde licuar.
Escamas ante pasto de antes.
Texturas de a más arriba.
Estirar hojas nosotras ocho.
Calor de a más temperatura.
A cuando no estamos alerta.
Aún si a entonces no llueve.
Hablamos mejor. Nosotras de a casi nueve.
Llegamos después. Antes mientras contar.
Las especies que bajo de a nosotras,
lo verde para ante más verde.
Por subir a estirarse la luz.
Arriba con debajo de nosotras.
De nosotras diez.
Más alto mientras más bajo.

Primer Éxtasis Animal
O quizás ya les dijimos.
Sí, parece que sí,
que sí les dijimos
que éramos nosotros
los que los veníamos a ayudar
cuando se hacía de noche
y ellos ya no podían ni estarse
ni dejarse de estar.
Sí, seguro que les dijimos,
esa tarde que estuvimos todos juntos,
entre las plantas,
en el suelo de la tierra.
Fue ese día
que les dijimos,
y fue casi sin pensar.
Les dijimos que se quedaran tranquilos.
Que casi nada iba a estar mal.
Que mientras estuviéramos ahí
nada se iba a trastocar.
Les dijimos en las caras
que salieran, que nosotros nos quedábamos
y que íbamos a cuidar todo muy bien.
Y que estuvieran calmados,
que no había nada que tuvieran que hacer.
Que los cuidábamos nosotros,
desde adentro del bosque, desde atrás,
desde adentro de todo lo que parecía moverse.
Les dijimos que durmieran la siesta
sin pensar demasiado en todo lo demás.
Que acá estábamos nosotros
si llegaban a querer respirar.
Que les prestábamos las trompas,
los hocicos y los picos.
También las plumas y los huevos
y a todos nuestros ornitorrincos.
Que se acostaran temprano, antes que el sol,
y que al otro día desayunaran
algo que viniera
del centro de ese calor.
Que se tocaran entre ellos la piel
con las manos abiertas,
empalmadas como para atar.
Que se acariciaran las espaldas
antes de salir y de no estar más acá.
Que se cerraran los ojos,
y que nosotros nos quedábamos en el fondo, más atrás.

Cuarta Plegaria
Insistir en la acción.
Sacados, tragados y vueltos
los restos, las cáscaras
quebradas.
Ya estaban adentro,
una vez más,
como si nunca hubieran
salido a respirar
el aire de afuera.
Podía entonces elegir otro agujero,
o volver a escoger el mismo,
el del ombligo,
que siempre le había parecido el más
conveniente,
el más cómodo.
Podía estirar ahora
las piernas
y entrar de culata
por ahí, por las pieles,
para ver así las cosas
de atrás para adelante,
como en un revés
que se mueve.
Podía cada vez más
sacarse los zapatos,
después las medias,
para estirar todos los dedos de los pies.
Ya desvestido elongarlas,
a las rodillas.
Podía mantenerlas rectas,
podía estirarlas y doblarlas
de un empujón, con un solo dolor,
para aprovechar el impulso
y que, así, las piernas se flexionaran.
Podía estarse como arrodillado,
pero con las rodillas casi
en contacto con el pecho,
con las tetillas,
con la piel no tan tocada
del pecho de siempre.
Con la flexión,
podía acercar las rodillas al agujero
y estirar.
Primero con una.
Hacer entrar una rodilla en el ombligo.
Estirando.
Después la otra.
Con un solo alarido.
Y al final las dos.
Podía gritar. Ahí sí
podía gritar
para que lo escucharan
antes de que empezara
a pronunciar
cualquier tipo de exclamación.
Para que supieran que estaba en peligro
y vinieran a rescatarlo.
Podía si no estarse sin decir nada,
la lengua plegada, seca de cascarones,
la garganta encausada
para adentro,
para que no saliera nada.
Podía gritar pero tenía que seguir.
Las dos,
las dos rodillas, juntas,
adentro del agujero de pliegues,
adentro del único que importaba.
Las rodillas, seguidas por los muslos,
seguidos por los gemelos
seguidos por los tobillos
seguidos por los dedos
de los pies.
Llegar adentro con las uñas
recién cortadas
para no volver a romper
las cáscaras y
para poder agarrar las plumas
florecidas.
Podía separar el dedo más gordo
del pie derecho.
Podía separarlo para que entrara,
encastrado, el plumaje alborotado,
multicromático, casi olvidado
cerca de las cáscaras.
Podía agarrarlo entre los dedos
y agitarlo.
Podía movilizar las plumas
para refrescarse,
para darse aire nuevo,
o renovado.
Para alivianarse la ruta
de salida
de la puerta del medio.

Primer Éxtasis Vital
A blanco.
Rodillas blancas y todo a blanco.
A negro. A brillos.
La cara dada vuelta,
para atrás.
Y adelante,
como en pantalla,
refulgen quedando
los colores pálidos en tono neutral.
Todo callado, también.
Ni un sonido y ni un poco más.
Adentro retumba un zumbido
quieto, constante, parcial.
Como una llanura,
como una elevación suave
con flores pequeñas,
muchas pero pequeñas.
Todo se va callando.
Las rodillas aireadas,
una al lado de la otra,
apoyadas abiertas
sobre la superficie de guata.
La boca se abre
se entorna una vez abierta.
Entra todo por ahí.
La piel se fusiona
en ósmosis con el resto.
Entra todo por ahí.
Aunque adentro no queda ni una cosa,
ni nada que aspirar.
Frotado sin frotar.
Restos de colores.
Una última vez
y una vez más.
Rodillas en paralelo
y el torso declinado.
Es desde atrás.
Adentro de los ojos no hay nada.
Nada que mirar.
Los brillos se congelan,
más adentro y más acá.

Cuando seas grande lo vas a saber mejor.
No tengo nada que decirte.
Esto es todo blanco.
Esto es un colchón.

Primer Éxtasis Funeral
Para adentro.
Afuera no hay nada.
Unos que se mueven
y andan despacio
como si estuvieran a punto
de detenerse a escuchar
algo que se susurra.
Un sonido que se va haciendo más bajo,
de a poco, lentamente,
que va bajando el volumen
gradualmente, hasta que queda transformado
en un murmullo, con palabras
casi inentendibles.
El sonido se baja y se acerca a eso,
a un rumor estático
y continuo, pronunciado
desde adentro, sin llegar a salir
para afuera.
La pantalla se va poniendo turbia,
confusa, y a las imágenes se les desdibujan
los contornos y los núcleos de colores.
Se trastocan hasta quedar
en escala de grises,
pero con brillos, con fulgores,
con un nacarado.
Los dedos se quedan quietos,
inmóviles como las uñas,
y de los poros, sellados,
termina de salir el resto
de lo interior.
El gusto de lo que llega
de adentro es nulo
y no se parece a ningún
sabor.
Matices del aire se diluyen
en otros fluidos
y los aromas quedan
sin identificar,
como objetos nuestros metidos
en una caja revuelta de trastos
de otras personas más.
Se difuminan los olores
de más afuera
y algo se emite desde otro foco.
Flores o un poco de pasto.
Algo verde para poder entrar.